domingo, 20 de agosto de 2017

Biografía: La cripta de Bouchard

La cripta del corsario
Jorge Fernández Díaz

Investigación de Roberto Ulloa sobre el final de Hipólito Bouchard




Pocas vidas tan extraordinarias como la del corsario Hipólito Bouchard, más propia de la literatura que de la realidad.
Pero no menos asombrosas fueron las circunstancias misteriosas de su muerte en el desierto del Pacífico y la secular peregrinación de su cuerpo hasta volver a Buenos Aires.
Esta es la historia de sus últimas horas y de la búsqueda de su tumba vacía.
Repasemos los hechos conocidos de su vida; fue pescador, soldado, revolucionario, comerciante, granadero, padre, corsario y agricultor. Sus patrias fueron Francia donde nació, Argentina donde tuvo sus hijas y Perú donde murió.
Por las tres batalló en el mar y propagó las ideas de la revolución.
Brown y San Martín lo eligieron para el combate, o quizás el los eligió a ellos para pelear a su lado; un soldado siempre sabe quién no lo defraudará en la hora.
Thomas Cochrane fue su acérrimo enemigo; también el británico estaba a su altura. En algún momento de su vida cambió su nombre Paul por Hipólito y fue conocido por este.
Vivió en el mar gran parte de su vida; fue un hombre duro como su época. O quizás más.
El hecho capital de su vida fue el largo corso circunnavegando el mundo al mando de la fragata “La Argentina”. Con aquellas singladuras épicas Bouchard definió la palabra corsario y entro a la historia.
Sabemos que el Congreso del Perú recompensó su esfuerzo libertador con una Hacienda en San Javier, Nasca.
Hacia 1829, desembarcó de la goleta La Joven Fermina que llevaba el nombre de su hija a la cual nunca conoció y partió al desierto.
No hay registro alguno de esa travesía, pero nada nos impide reconstruirla y la amable literatura perdonará ciertas imprecisiones.
Es probable que el corsario haya navegado desde el puerto militar de El Callao hasta el puerto de Pisco para ahorrar jornadas de viaje en carreta.
Al desembarcar debió hacerse de caballos, porteadores y guías para el tramo final; podemos suponer que algún camarada de armas fue su ocasional compañero de aventura.
Sabemos que viajó armado con su viejo sable, vestido con su levita azul de uniforme y cargando dos valijas; en ellas transportaba un anteojo largavista, un octante, algo de ropa y sus libros; entre ellos las Ordenanzas de la Armada Real en dos tomos y la edición de Meditaciones Cristianas escritas por el príncipe de Hohenlohe.
Curiosa debió ser esa caravana encabezada por un marino que transitaba una senda secundaria del Camino del Inca para adentrarse hacia la cordillera.
Los mapas peruanos de la época indican que sus postas naturales fueron el Tambo Colorado; luego Huacachina -el oasis en el desierto- y finalmente Palpa. Desde ahí debió seguir hacia el sur a la vera del Río Grande hasta llegar al Ingenio San Javier.
Podemos imaginar su alivio cuando vio el verde emerger entre el desierto en las dos márgenes del Río Grande.
También podemos imaginarlo desensillando frente a la puerta de la monumental iglesia del fundo en cuya periferia se alzaba San Javier; entonces una aldea de casas de adobe.
Un medallón esculpido con el escudo de la Compañía de Jesús prefiguraba a los jesuitas que habían sido expulsados de América.
Parado frente al frontis de la iglesia la curiosidad debió embargarlo por un instante; desde los capiteles del templo una veintena de mascarones de rasgos afronazqueños lo examinaban.
La lengua afuera y un anillo en la boca les conferían una agresividad singular para un templo religioso y quizás Bouchard presintió el destino.
Al costado de la iglesia lo esperaba la casa de la hacienda. Amplia, fresca, de adobe. Tras cincuenta años de vida errante el corsario se detuvo.
Durante la siguiente década regenteó el latifundio produciendo aguardiente que debió comercializar desde el puerto de Pisco. Algunos relatos lo ubican amancebado, pero no hay registros oficiales de ello.
Un hijo, sin embargo, no es imposible en esos años de desierto.
El duro trabajo agrícola y la rutina de los ciclos de cosecha le confirió cierta previsibilidad a sus jornadas que debió disfrutar tras una vida áspera donde la moderación estuvo ausente.
Sus distracciones serían la misa de los domingos y la fiel lectura de las Meditaciones Cristianas con sus severas exhortaciones para llevar una vida justa.
Quizás haya transitado junto a las crípticas líneas de Nasca o las pirámides de Cahuachi sin advertirlas. El fin de sus días ocurrió el 4 de enero de 1837.
En la página 29 de las Meditaciones, el príncipe de Hohenlohe nos advierte: “Ningún tiempo es más peligroso que el de la noche, no solo para el cuerpo sino también para el alma. ”
No es imposible que Bouchard se detuviera en estas líneas del libro aquel miércoles a las siete de la tarde cuando el peligro en la noche se encarnó en uno de los esclavos del fundo.
Nadie sabrá cómo se gestó aquella muerte que pudo deberse al rencor o la codicia.
Adelfo Bernales, un joven afronazqueño enfrentó al viejo corsario, acompañado por otros; todos de rasgos guerreros similares a los mascarones de la iglesia. Gritos, resuello, violencia.
Alguna maldición sin odio. Toda pelea se parece pues está en juego la vida. Un golpe, otro; no muchos. Los mascarones no sabían que mataban una leyenda.
De esa noche solo hemos recuperado un acta de defunción donde el padre Isidro Cáceres registra con caligrafía bastardo español apresurada “…di sepultura con cruz alta en la bóveda de San Francisco Xavier al cuerpo difunto de Bouchard…”.
No hubo agonía; Cáceres nos explica esto desde el pasado al afirmar que Bouchard no dejó testamento ni recibió sacramento alguno dado lo súbito de su asesinato.
La espada del corsario no figuró en el inventario de bienes que años después fue entregado a su familia.
Es posible que la empuñara cuando entrevió que Bernales venía por él; es probable también que alguien se la apropiara al escapar y aun esté en el desierto.
Como ocurre con todos los hombres, en un instante Bouchard se desvaneció de la historia.
Más de un siglo transcurrió y todos quienes habían vivido en su época también murieron.
Los terremotos hicieron su tarea para garantizar el olvido de Bouchard derrumbando techos y rajando las gruesas paredes con esa indiferencia terca propia de la naturaleza.
A mediados del siglo 20 el retablo de la iglesia, una obra de arte magnífica tallada en madera, había sido desgajado pieza por pieza del templo. También faltaban seis de las siete campanas del templo.
Profanado y destruido, la vieja iglesia ya no era un lugar sagrado. Sin embargo, las gárgolas mantenían la guardia mientras el corsario esperaba protegido en su cripta.
Hacia 1952 otro sacerdote, el cura párroco Filiberto Steux, se topó con la secular partida de defunción del marino mientras ordenaba su archivo de muertes.
La tenacidad del papel y la tinta había hecho llegar el mensaje final del corsario y diez años más tarde un grupo de hombres iluminados por velas ingresó a la bóveda subterránea para buscarlo.
Un niño del pueblo los acompañaba, testigo impensado del proceso.
Cincuenta y dos tumbas congregaban a quienes tuvieron el privilegio de ser enterrados en la iglesia, todos ellos con los pies apuntados hacia el altar fijo, pero ninguno bajo este, como prescribía el ritual romano.
Una de las tumbas – al amparo de un Cristo pintado de negro en la pared de la bóveda- les llamó la atención: las siglas HB y la cifra 1837 grabadas en la pared señalaban a Bouchard.
Horas más tarde la comisión oficial partió de Nasca con los restos exhumados y un acta labrada sobre el éxito de su misión; días después el Panteón Nacional de los Próceres recibiría la urna de zinc en Lima.
Hay registros del desfile militar por El Callao en el cual la urna fue transportada en hombros por seis cadetes navales hasta el Crucero La Argentina.
El buque Escuela había recalado en el puerto peruano para llevarlo de regreso a Buenos Aires y quiso el azar que la nave llevara el mismo nombre de aquella fragata corsaria.
Bouchard se hizo de nuevo a la mar y otro gesto amable tuvo el destino pues La Argentina replicó aquel viaje corsario de 1817: una vez más recaló en la Isla de Hawái, una vez más barajó la costa de California donde el corsario había izado la bandera argentina en la ciudad de Monterrey, una vez más navegó las aguas de Haití.
Tras 105 días de mar, el sábado 10 de noviembre de 1962, Bouchard amarró en el puerto de Buenos Aires al cual había arribado por primera vez en 1810. Dicen que uno siempre llega a donde lo están esperando.
Ese sábado lo recibió una pequeña multitud entre quienes se contaba el presidente de la Nación . Hubo discursos, placas, libros, monumentos y un entierro de héroe en el cementerio de la Chacarita.
Luego los vivos volvieron a lo suyo. Y en el desierto de Nasca la vieja tumba quedó vacía y olvidada. Otro medio siglo transcurrió hasta la tarde cuando arribamos a la puerta de la iglesia de San Javier.
Buscábamos aquella tumba y el camino para hallarla había sido largo.
Supe del capitán Bouchard, por primera vez, en alguna clase de historia, pero el corsario esencial se perdió entre los adjetivos y las fechas que tantas veces demandan los programas académicos; años más tarde, en 1982, navegué en el último buque argentino que llevó su nombre y hubo una noche de mayo donde cientos lo evocamos en el mar sin saberlo mientras izábamos la bandera de guerra.
Hacia fines del siglo pasado fui parte de La Argentina, un buque que no solo repetía el nombre de su fragata corsaria, sino que también honró su espíritu.
Años después, al llegar a Perú, dos hechos curiosos convergieron: recorriendo la pampa de Junín, donde el coronel Suarez torció el destino de la famosa batalla por la independencia, un guía local me habló sobre la tumba vacía de Bouchard en una iglesia jesuita destruida, cerca de las líneas de Nasca.
Poco después el azar me llevó a encontrar, en los estantes de la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima, una tesis -de 1974- que trataba sobre el valor monumental de las Iglesias de San Javier y San José.
Dos amigos, Michel Piaget Mazzetti y Jaime Lecca Roe , habían elegido las iglesias como tema para graduarse de arquitectos y como ocasión para la aventura.
En un escrito excepcional Michel y Jaime mencionan la existencia de la tumba del corsario en la cripta de la iglesia de San Javier. La curiosidad hizo el resto.
Y ahora estábamos en silencio frente a la capilla rural de San Javier. Se erguía magnífica aún, pese al saqueo y la destrucción infligida por hombres y terremotos.
El trigrama IHS -esculpido en el cuerpo central de la entrada- era el mismo de entonces y las gárgolas de la iglesia aun montaban guardia en la cornisa del frontis.
Atada con cáñamo, la última de las campanas de la iglesia permanecía inmóvil en una de las dos torres hexagonales y simétricas que resguardan la gran puerta de entrada.
Grabada en el bronce de la campana la leyenda “San Francysco Xavyer – año de 1746” nos remontaba a la época en que los jesuitas regían esta tierra.
Al costado de la iglesia, aun habitada, se erguía la casa de la hacienda donde vivió Bouchard.
Cruzamos el pórtico en arco para ingresar al templo; gran parte del techo se había derrumbado y la luz inundaba la nave central.
Pese al deterioro y las pintadas de vándalos se percibía que la ornamentación de la iglesia fue exuberante y debió crear un ambiente solemne y tenso para las ceremonias religiosas donde el latín sería una letanía críptica para los nativos.
Hacia la mitad de la nave nos topamos con el presbiterio donde aún se encuentra el altar mayor; a su lado está el ingreso a la cripta.
Descendimos por la gradería; el espacio subterráneo era fresco, oscuro y abovedado, apenas iluminado por una ventana circular que atravesaba un muro. A ras del suelo un crematorio profundo y oscuro dividía el espacio.
La bóveda exhalaba una atmósfera densa que llamaba a la voz baja.
El Cristo pintado hace siglos permanecía crucificado en uno de los muros y los cincuenta y dos nichos empotrados ocupaban las paredes laterales.
Todos estaban abiertos, pero no encontramos rastros de aquel que tenía grabadas las iniciales HB y el año 1837.
Esa noche la luna llena iluminó la pampa de Nasca y a la mañana siguiente recorrimos el pueblo conversando con sus habitantes, amables y de pocas palabras.
Buscábamos fragmentos del pasado y la ausencia de método científico fue reemplazada por la perseverancia. Hacia el mediodía dimos con Herminio Ranilla Astorga, de setenta años cuya vida había transcurrido en San Javier.
Era agricultor, pausado y de voz baja en el hablar.
De camino a la iglesia nos asombró al recordar que de niño era frecuente escuchar a los pobladores afronazqueños jactarse de la muerte del corsario repitiendo “lo matamos a Bucha”.
Esa afirmación, en plural, había circulado de generación en generación; todos lo habían matado.
Conjeturo que apropiarse de esa muerte – no la del hombre Bouchard sino la del mito Bouchard- ya era parte de su identidad.
Otro feliz hallazgo le debemos a esa conversación con Herminio cuando nos reveló que había sido él quien acompañó a la comisión que exhumó a Bouchard en 1962.
Tenía poco más de diez años y su tarea consistió en llevar las velas para iluminar las tumbas.
Sin advertir su protagonismo y con la autoridad de quien fue testigo directo, nos indicó la tumba del corsario en la cripta subterránea: en la pared del Cristo hay dos hileras de sepulcros; el primero de la hilera superior -en cuanto se termina de descender a la catacumba- había sido el lugar de descanso.
Nos acercamos y como advierten las escrituras solo quedaba polvo; aun así, todos sentimos que el viejo marino estaba presente en San Javier.
Si fuera posible descifrar el destino de un hombre quizás veríamos que este se compone de una larga serie de decisiones que van ordenando su caos personal, apenas por un instante, intentando darle sentido.
Nada es involuntario en la vida y el camino de un hombre libre y audaz no está escrito en ninguna parte; cada decisión cambia su vida y la hora de su muerte.
Bouchard no se detuvo; una y otra vez dejó atrás familia, patrias, hijas y barcos.
Su hoja de ruta fue dictada por la revolución que se expandía con la potencia del grito “libertad, igualdad y fraternidad” que solo mucho después sería un lema oficial.
Sin percibirlo, como a veces ocurre con lo esencial, el corsario resolvió ser parte de algo que consideraba más grande que él.
Pero un día sintió que había dado batalla demasiado tiempo y que estaba cansado y eligió un lugar más íntimo que el mar donde sus días terminarían en paz.
Había convivido cuarenta años con el peligro y pudo morir cuarenta veces: a manos de Nelson en el navío francés Generaux; en la carga de la batalla de San Lorenzo en lugar del abanderado español; en las playas del Reino de Hawái como fue la suerte de Cook; atravesado por una daga kris de los piratas malayos en el Pacífico norte o colgado por Cochrane en Chile.
Fue en el desierto y en la hora quizás recordó su nombre y supo que morir luchando había sido siempre su destino.

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